Con la condena a cadena perpetua del sacerdote Christian Von Wernich se mostró la cara más siniestra de la Iglesia Católica en Argentina.
Daniel Cecchini / Especial para El Espectador. Buenos Aires
sábado, 13 de octubre de 2007
La condena a reclusión perpetua dictada por la justicia contra el sacerdote Christian Von Wernich, por delitos de lesa humanidad “en el marco del genocidio cometido en la Argentina”, puso nuevamente en primer plano la cara más siniestra de la Iglesia Católica local: la de los jerarcas y sacerdotes que apoyaron el terrorismo de Estado, algunos de los cuales, como el cura condenado, participaron activamente de los grupos de tareas que secuestraron, torturaron y desaparecieron a 30.000 personas durante la última dictadura militar.
Paradójicamente, un día antes de que el Tribunal diera a conocer esa sentencia, el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel presentó en Buenos Aires un libro sobre la vida de otro sacerdote, Marcelo Silva —conocido como “El cura barrendero”—, que encarnó el otro rostro de la Iglesia durante los años de plomo: el de los religiosos que sufrieron el martirio por entender que su lugar era estar junto a los más pobres y postergados.
Y es que la represión también alcanzó en ocasiones al alto clero, como al obispo de La Rioja, Enrique Angelelli, quien fue asesinado por militares el 4 de agosto de 1976 sin que en el obispado argentino emitiera ni una nota de protesta. Otros casos relevantes fueron el asesinato de cinco religiosos palotinos —uno de ellos acababa de denunciar en una homilía la subasta de bienes de desaparecidos— y el secuestro, torturas y asesinato en la Escuela Mecánica de la Armada (Esma) de dos religiosas francesas. En aquel operativo participó el ángel de la muerte, Alfredo Astiz.
Dos sacerdotes, ¿una Iglesia?
Los testimonios escuchados durante el proceso permitieron establecer que Christian Von Wernich fue responsable de múltiples desapariciones y torturas, y coautor de los asesinatos de siete estudiantes de secundaria de la ciudad de La Plata. Este último caso —conocido como el del “Grupo de los siete”— es una muestra acabada de la perversión del accionar del capellán de la policía de la provincia de Buenos Aires: apenas secuestrados, presenció las sesiones de tortura a las que fueron sometidos, y luego —haciendo valer su condición de religioso— los convenció de colaborar con las fuerzas represivas, a cambio de salvarles la vida.
Al mismo tiempo, se puso en contacto con los familiares de los jóvenes para prometerles que los ayudaría a salir del país hacia Brasil y les pidió dinero “para que los chicos puedan vivir cuando se vayan”. Una vez obtenido el dinero, los siete fueron ejecutados.
En cuanto a su participación en las torturas, numerosos sobrevivientes lo identificaron sin lugar a dudas. En su testimonio, uno de ellos, Luis Velasco, relató que luego de ser salvajemente picaneado se atrevió a preguntarle qué sentía presenciando cuando torturaban a una persona; la respuesta del cura sonó como un latigazo: “Nada, no se siente nada”, le dijo.
Otro sobreviviente que lo reconoció en la sala de torturas es el ya fallecido director de La Opinión, Jacobo Timerman. De acuerdo con el testimonio de su hijo Héctor —actual cónsul argentino en Nueva York—, durante una de esas sesiones Von Wernich le sugirió al entonces jefe de la policía bonaerense, general Ramón Camps, que “habría que matarlos a todos”, refiriéndose a la condición de judío del periodista.
Justos por pecadores
Frente a la siniestra figura de Von Wernich, el martirio del padre Mauricio Silva aparece en el otro polo de la terrible contradicción que encierra el comportamiento de la Iglesia argentina frente a los derechos humanos. Sacerdote salesiano, de origen uruguayo, llegó a la Argentina en 1970. Predicó el Evangelio en el Chaco —una de las provincias más pobres de la Argentina— y luego organizó en una cooperativa de recolección de basura a los pobres de la ciudad de Rosario.
Convencido de que su lugar estaba junto a los trabajadores, viajó a Buenos Aires y se empleó como barrendero, actividad en la que se destacó tanto en la labor religiosa como en la defensa de los derechos laborales. Fue secuestrado en plena calle el 14 de junio de 1977 por un grupo de tareas integrado por miembros de la policía y el ejército.
Estuvo secuestrado durante más de tres años en distintos campos clandestinos de concentración hasta que, en septiembre de 1980, fue arrojado desde un auto en movimiento en un barrio apartado de Buenos Aires. Lo encontraron desnutrido, con terribles marcas de tortura y casi moribundo. Pocas horas después falleció en un hospital.
Según la Conferencia Episcopal Argentina, al cometer sus delitos Von Wernich actuó “bajo su responsabilidad personal, errando o pecando gravemente contra Dios, la humanidad y su conciencia”. La declaración no es inocente: intenta despegar a la institución del comportamiento de muchos de sus miembros durante la última dictadura. De la misma manera, nunca ha reivindicado institucionalmente a sus mártires, como Marcelo Silva.
Una mirada sobre la actitud de la Iglesia durante el Terrorismo de Estado muestra que mientras gran parte de su cúpula apoyaba abiertamente el accionar de las juntas militares o guardaba un silencio cómplice sobre sus crímenes, unos pocos obispos tuvieron la valentía de levantar la voz, aun a costa de su vida, como en el caso del obispo de La Rioja, monseñor Enrique Angelelli.
Hoy, a tres décadas de los hechos, las palabras preferidas por las autoridades eclesiásticas son “perdón” y “reconciliación”, por encima de otra que simboliza el reclamo de gran parte de la sociedad: justicia. Porque aceptar la necesidad de una justicia plena la obligaría a abrir sus propias entrañas y confesar en público sus dos pecados más graves: negar a sus propios mártires y seguir encubriendo a sus criminales.
y... esto... no es solo en argentina.... ni es toda la verdad al desnudo...
fuente: El espectador
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